La balada de los errantes: El precio de la victoria
- Ciaran. D'ruiz
- 26 may
- 37 Min. de lectura
Prologo: El precio de la victoria.
“Por orden del Emperador Andersfel I y con la bendición de la Iglesia del Hacedor, la casa Tenerius es declarada traidora. Que su blasón sea borrado, su linaje extinguido y su nombre, maldito.” — Decreto Imperial, pronunciado por Cassian Draver, Primer Inquisidor del Conclave.
La nieve había caído esa mañana con la suavidad de un suspiro. Los rayos del sol apenas se filtraban entre las nubes, tiñendo con un gris apagado las tierras de Agatha: bosques, colinas, y ríos aún no congelados por su cercanía a la frontera. Si habían adquirido un tono oscurecido. El mismo que llegaba a encontrarse en los pueblos cercanos a su ciudad y fortaleza principal. Llamada por sus habitantes como “La corona” por su forma cerrada y sus torres que, por su distribución, daban la sensación de que fuera una corona.
Por eso mismo, era común que los estandartes y escudos de armas llegaran a hondar de manera constante, haciendo que sus colores fueran asociados a las joyas de una corona, dándole un contraste al tono opacado de la misma, producto más del abrazo del invierno que de su construcción de sí. Por eso, la caricia del viento no llegaba a penetrar en el interior de la corona, permitiendo a sus habitantes, a diferencia de los ciudadanos de la ciudad, no pasar por el mismo frio, haciendo que una sensación cálida se mantuviera aun en los tiempos de inviernos perseverantes, que se negaban a retirase próximamente.
Gracias a ello, el joven Elias Mervaine, caminaba descalzo en su interior. Sin preocupaciones por el exterior. Con sus ojos claros, cabellos oscuros y estatura de apenas nueve inviernos, recorría cada uno de los pasillos del lugar. Esa mañana, como tantas otras, Elias había deambulado sin rumbo desde su habitación hasta los rincones más apartados del recinto: la biblioteca, el comedor, incluso los dormitorios de los sirvientes y hasta la guardia, pasando por todo ello, hasta llegar a la última habitación. Ubicada en el centro mismo del lugar. Una puerta de roble decorada con tallados, de figuras que, a su edad, pensaba que se traban de caballeros con espadas en alto luchando contra los que su padre solía denominar como los “Otros”, todos aquellos que su padre llamaba “Inferiores” por su forma. Desde los altos que habitaban en los bosques con sus orejas puntiagudas, hasta los de baja estatura con barbas frondosas, que vivían en lo profundo de la tierra, e incluso aquellos que, aunque jamás había visto, solían describir como monstruosos.
Aquellas historias que solían narrarle para dormir le habían provocado un morbo ante que tan reales eran, puesto que jamás había visto las criaturas que se describían, por eso mismo, había dirigido sus pasos hasta aquella sala, en busca de respuestas. Pero, al abrir la puerta, no se encontró a su padre, tampoco al sirviente que solía acompañarlo o al perro llamado “Manchas” que solía seguirlo a donde quisiera que fuera. En vez de ello, encontró una sala abrigadora, desde la chimenea que expendía un aire cálido, hasta la biblioteca que decoraba los alrededores de la habitación, que hacían juego con la alfombra de terciopelo rojizo que decoraba la sala, en la cual, el escudo de los Mervain se presentaba con total autoridad. El de una corona rodeada de espinas.
Observo en todas direcciones, hasta que termino acercándose al escritorio. Recordando que fue la última vez donde encontró el libro de cuentos, que solía leer junto a su padre. Con esfuerzo, arrastró la silla hasta el escritorio, convencido de que allí encontraría el libro de cuentos que su padre solía leerle. Pero ahí, no encontró libros; en cambio, había un extenso mapa de Agatha, donde varias marcas se desarrollaban en el alrededor. Ubicándose por el dibujo de los ejes, podía ver una nota en el lado suroriental, que marcaba el ingreso formal al imperio; por el lado norte, dibujos de una sierra montañosa de colinas, con el nombre de “Duren” y anotaciones sobre avistamientos, igual que en los bosques cercanos de “Cedra” Con dibujos que le hicieron gracia, al parecer líneas de soldados.
Con el dedo, jugando a que era un explorador, recorría la línea de la frontera en dirección al este. Recorriendo con un dedo, los dibujos de bosques, ciudades, pueblos, montañas, minas y derivados asentamientos al igual que extensos valles hasta llegar al final. A la frontera del Desierto de Krhos'Vahes. Lugar, donde una risita emergió por el nombre, lugar al que su padre solía llamar con total desinterés como “El gran desierto” lugares habitados por errantes y no humanos, aunque poco llegaba a mencionarlo. Y, al volver sobre sus pasos, por la frontera, terminaba en el rio Sardal, que atravesaba todo el territorio, naciendo de las colinas y desembocaba en el extenso lago de Varneth.
Siguió jugando con sus dedos, recorriendo el territorio, pasando por anotaciones que decían: — “Avistamiento a tres días desde la frontera” — anotada entre la frontera imperial y Agatha, hasta una que emergía del bosque de Cire, que añadía — “Un aproximado de quinientos hombres, caminan bajo el estandarte de la compañía errante, ¿Mercenarios?” — Arrugo la nariz una vez que siguió las líneas que acompañaban las anotaciones, todas ellas en una sola dirección a la ciudad de Letheria, marcada al rededor como “La corona”.
Soltó una risita al considerarse un gran explorador en el territorio, imaginándose los grandes logros de sus viajes. Pero, en medio de su celebración de explorador, no se percató de la llegada de tres hombres a la sala. El primero de ellos, alto, de bigote ordenado y cabello largo, usaba una armadura en vez de su habitual traje. Al verlo, no sintió terror, sino admiración antes de que la palabra se formara en sus labios. — ¡Padre — Grito Elias antes de saltar de la mesa, para correr a brazos de su padre, quien rápidamente lo abrigo en un abrazo. Uno tan fuerte y duradero, que casi acaba con la respiración del joven, quien no estaba acostumbrado a las muestras de cariño.
— ¿Que estás haciendo aquí? — Pregunto el lord una vez que cargo a su hijo en brazos.
— Te estaba buscando, me aburro, ¿Me cuentas una historia?
El hombre, con una mirada fatigada, miro a su hijo con rastros de cariño, antes de dejarlo en el suelo, donde le dio una pequeña palmada en su cabeza.
— Me temo que no puedo, he de ocuparme de algunos asuntos antes.
Elías arrugo la frente ante sus palabras, luego observo las personas que acompañaban a su padre. A su lado derecho, era el maestro de armas, Alder, un hombre calvo con la mirada cansada, pero que solía portar con orgullo la armadura de la guardia. Alguien, que siempre le daba miedo en las lecciones de esgrima, por la dureza de sus golpes. A las cuales solía añadir que: — “El hijo de un lord, debe saber tanto de la espada como de su historia, si quiere reinar” — Pero el, no quería reinar, quería ser explorador antes que sentarse en un trono y pasar días atendiendo peticiones externas.
Luego observo a su izquierda, una mujer que nunca había visto, de cabellos castaños y piel tan pálida que le recordaba a la leche. De ojos de un tono violeta que le recordaban a dos gemas. Usaba una capa que cubría la totalidad de su cuerpo, pero, a diferencia de las miradas de los dos hombres, la de ella era cálida, asintiendo en cuanto cruzaron miradas. Ante ello, su padre lo tomo de la mano y lo al exterior de la sala. El niño frunció el ceño. Su padre nunca usaba ese tono.
—Pero… ¿y la historia que prometiste?
Una mano callosa le acarició la mejilla. Demasiado rápida.
—Luego. Primero, obedece. Mas tarde que vengan, prometo contarles una.
El joven no necesito otra razón para marcharse de inmediato. Ignorando la mirada de preocupación que había en los ojos de su padre, quien, en cuanto estuvo seguro de que estaban solos, entro a la sala con sus acompañantes, cada uno, tomando una posición en los lados de la mesa, y el lord, en medio de ellos dos. Repaso los mismos senderos con los dedos, que su hijo hacia instantes había hecho. Pero en vez de imaginar grandes cabalgatas, bastos paisajes con sus colores tiñendo el cielo; junto con palabras de aliento y grandes proezas. Lo único que observo era anotaciones dispares, avistamientos de soldados, granjas y aldeas caídas ante el paso de su enemigo, quien ante lo que observaba, no tardaría en llegar.
— ¿En cuánto estarán sobre nosotros? — Las palabras del lord, estaban cargadas de molestia y un tono de inseguridad.
— Puede que, en un día, tal vez dos, si la ventisca los ha retrasado. — Respondió la mujer, en un tono formal, casi melodioso, que ayudo a calmar las ansias del hombre.
— Sigue siendo poco tiempo, ¿Qué hay de nuestros hombres? ¿Estarán listos?
— Por supuesto que lo están. —Asintió Alder ante las palabras de su señor. — Hemos puesto doble guardia, los aldeanos y sirvientes están marchando mientras hablamos en dirección a la frontera con Ceryn. Con suerte los recibirán sin mayores dificultades. — Aunque mantuvo la formalidad, sabia la verdad que no llegaban a aceptar, muchos no lo conseguirían, ni siquiera llegarían a salir del perímetro de la ciudad.
El lord asintió ante las palabras del guardián. Hacía tiempo que habian recibido los avistamientos, pero los había ignorado bajo la creencia de que serían un error, era imposible que quinientos hombres, cinco compañías de mercenarios atravesaran la frontera sin haber llamado la atención. Dudando de su veracidad, pero ahora, estaban en sus tierras, marchando a su hogar y no tenía aliados ni hombres para repelerlos.
— ¿En cuánto llegaran los ejércitos de las demás casas de la frontera?
— Tres días. — Añadió nuevamente la mujer, haciendo que Alder apretara la empuñadura de su espada. — Mil quinientos hombres en total.
El lord asintió ante aquellas palabras, acariciándose el bigote con una mano. Luego volvió a observar el mapa de Agatha, aquella tierra maldita por sus predecesores. No encontraba en ella, nada valioso para justificar un ataque, en medio de la frontera, su mayor recurso era su cercanía con el rio para el transporte, pero salvo de ello. Sus tierras eran tan normales como cualquier otra. No comprendía el motivo por el cual una fuerza semejante se acercaría hacia ellos, tampoco en cómo podrían haber atravesado su territorio sin siquiera haber llamado la atención de las demás casas de la frontera e incluso de los mismísimos representantes de la legión del emperador.
Soltó un amargo suspiro, haciendo que se sintiera inconforme, su capa le pesaba, sentía que se ahogaba. Apretando los dientes, volvió a ver a sus consejeros. — Por favor, salven a mi familia. — Fueron sus palabras antes de tomar asiento en el escritorio, intentando comprender, e incluso, dar una solución a lo que se acercaba. Pero lo único que observo al bajar la cabeza, era un extenso mapa repleto de anotaciones, manchas de cera y tinta regada, una muestra de los días que había pasado sin dormir.
No era el único que sentía como el tiempo los traicionaba. Elías caminaba por el interior de la fortaleza, tomándole casi todo el día en llegar a los establos. Primero se detuvo en la cocina, al ver la puerta entreabierta, podía ver a los cocineros guardando de forma apresurada los víveres, incluso como uno de ellos se guardaba alguno de ellos en su delantal. Al notar como el niño los veía, uno de ellos fue a cerrar la puerta; en sus ojos, se notaba una mirada de angustia que el joven no entendía.
Mas adelante, bajando las escaleras, pudo observar a dos guardias. Quienes mantenían una conversación acalorada. Cada uno portaba una armadura de cuerpo completo, con el símbolo de la casa en su pecho, apoyaban las lanzas a un lado de la pared, en lo que uno se ajustaba las correas de sus brazaletes. — No quiero morir, no aquí. — decía el más joven al mayor, quien solo lo observo por unos instantes, sin decir nada.
— ¿Sabes lo que han dicho los exploradores, viejo?
El anciano alzo una ceja ante las palabras del recluta. En lo que sacaba de su cinto una cantimplora y daba un trago.
— ¡Tienen a un gigante con ellos! —El joven alzo las manos en un intento de exponer lo que decía. — Usa una armadura completamente oscura como la noche y lleva un mandoble de oro, con el que puede partir a un hombre en dos, sin esfuerzo alguno. — Hizo el gesto de cargar una espada de tal tamaño.
— Eso son solo palabras de borrachos y supersticiosos, —Negó el anciano con la cabeza. — ningún hombre es capaz de decir hacer algo así.
— Dúdalo si quieres, pero — Bajo la cabeza y susurro en un intento de que nadie lo escuchara. — ¿Recuerdas a Gerolt?
— Lo recuerdo, volvió con una pierna rota. — Cerro la cantimplora antes de guardarla en su cinto, arqueando la ceja al escuchar el nombre del soldado.
— Dice que la escuadra del capitán Veret, se enfrentó a ellos en las afueras del bosque. Los emboscaron, pero fallaron al superarlos. — Su rostro palideció y se mordió el labio. — Repite una y otra vez, que hay un isleño, ¡Un hombre de Aett!
El anciano nego con la cabeza, pero en su rostro, la duda emergió brevemente.
— Ningún isleño se ha acercado a la frontera desde hace siglos. Todos solo atacan las costas en tiempo de la cosecha, pero jamás se han adentrado en la tierra.
— ¡Es cierto lo que te digo! Dice que lo observo luchar sin armadura, usaba dos hachas en cada mano y un manto de pieles como capa. Era un monstruo, ¡Un monstruo!
— Ningún hombre sería capaz de enfrentarse a batalla así.
Añadió el anciano, aunque se pasó la mano por la barbilla. Los isleños de Aett eran conocidos por su temeridad, por no llevarse esclavos y acabar con cuanto tocaban. Pero creer que uno de ellos había llegado a la frontera, era tan imposible como ver un caballo con un cuerno.
— Créeme cuando te digo que debemos de marcharnos. Son monstruos, ¡Monstruos los que vienen hacia nosotros! — Antes de siquiera poder pronunciar una palabra más. El viejo guardia abofeteo con tal fuerza al recluta, que la sangre comenzó a brotar de su labio, haciendo que este se llevara las manos hasta la boca, mirándolo con horror.
— No te atrevas a volver a mencionar algo así ante mí. Mucho menos de traición ante tu lord. —Alzo la cabeza con orgullo, para luego llevar su mano hasta su lanza. — ¡Somos los guardias del Lord Aldrich Marvein, hemos defendido estas tierras durante diez años!, luego de la muerte del traidor, y su estirpe, no huiremos ahora, ni nunca. Ahora ve a que te atienda el médico, y volverás aquí a cumplir tu puesto, o seré yo quien lleve tu cabeza ante nuestro señor.
El recluta asintió con la cabeza agachada, antes de tomar su yelmo y lanza, para marchar detrás de una puerta, aun se podían escuchar los chillidos de su armadura con cada paso. El guardia mayor, creyendo que estaba solo, cerro los ojos antes de soltar un amargo suspiro, llevándose una mano hasta la frente. — Oh, por el gran profeta y el hacedor, bríndanos tu ayuda para salvarnos. Para vivir un día más. — Al abrir los ojos, observó como el joven Elías lo observaba con duda en su rostro, haciendo que el guardia asintiera antes de comenzar a marchar en silencio.
El joven la miro largo rato, antes de continuar caminando por el pasillo, hasta llegar a una puerta doble entreabierta. Pasando por los decorados, que iban desde estatuas de soldados, hasta cuadros de diversos artistas, los cuales nunca se tomaba el tiempo de recordar, tan solo disfrutaba la imagen de los paisajes cuando los veía. Pero, ninguno de esos cuadros que presentaban ciudades, castillos, fortalezas o bastos paisajes, llegaban a compararse con el exterior de la corona.
Al salir del pasillo, Elias llegó al jardín interior. A su izquierda, una escalera descendía hacia el patio donde los guardias solían reunirse. Rara vez bajaba allí: el olor a licor y sudor le causaba dolor de cabeza e incluso nauseas, al considerarlos desordenados. Por ello, prefería quedarse en el jardín, cerca del acceso a la muralla, donde pasaba sus días libres observando el mundo. Imaginando las historias de cuando sería un gran explorador, por eso, busco su rincón habitual, pero se detuvo al ver a su hermana y a la vieja nana.
Alinne, de apenas siete años, caminaba de un lado al otro con flores en las manos. Tenía el cabello oscuro y los ojos claros, los mismos que su madre, según decían. Recolectaba flores de distintos colores y se las entregaba a la anciana, quien, sentada en una banca, las trenzaba con dedos ágiles pese a la lentitud de sus manos.
La vieja nana —de cuerpo ancho, sonrisa suave y cabellos grisáceos recogidos bajo un paño— formaba una corona de flores con la precisión de quien ha pasado la vida entre costuras. A su lado, el tiempo parecía ir más lento.
—¡Elias! —gritó la niña al verlo, dejando caer algunas flores mientras corría a abrazarlo.
Él la sostuvo con fuerza, como si ese abrazo pudiera detener el día. La nana se incorporó con cuidado, acercándose con pasos lentos en cuanto supo de la presencia del joven.
—¿No deberías estar estudiando en la biblioteca? —preguntó con voz tranquila.
—El maestro Fergus terminó la lección antes —respondió Elias, inflando el pecho con cierto orgullo—. Dijo que debía empacar y que lo esperara sentado, pero me aburría tanto que salí a buscar el libro de cuentos de papá.
—¿Sabes dónde está tu padre? —preguntó la anciana, y por primera vez algo en su rostro se tensó.
—Lo vi en su sala de estudio. Me pidió que viniera por mi hermana.
—Mmm... muchos lo han estado buscando hoy —murmuró la nana, frunciendo el ceño.
—¡Pero yo no quiero ir! —interrumpió Alinne—. Todos están raros. Esta mañana vi a los sirvientes marchándose con sacos enormes. Cuando pregunté a un guardia, ni siquiera me respondió. Nadie quiere jugar conmigo. Y la sala de estudio es aburrida.
Elias suspiró y la miró con una sonrisa ladeada. Deseaba tanto el libro de cuentos, que no quería quedarse en el jardín, pero ante la actitud de su hermana, recordó aquel juego que siempre usaba su hermano mayor para hacer lo que el quisiera, y recordando como era, lo uso en su contra.
—Está bien, entonces juguemos. Si gano, vienes conmigo a ver a papá. Si tú ganas, nos quedamos aquí y sigues con tus flores.
—¿Qué juego?
—“Yo veo, yo veo lo que tú no ves…” — Sonrió de un lado al otro al decirlo.
Alinne sonrió de inmediato. Aceptó con una reverencia burlona, y ambos se sentaron en la banca mientras la nana volvía a su asiento, escuchándolos sin intervenir. Ella en cambio, seguía tejiendo la corona de flores, ignorando como los guardias cada tanto subían las escaleras en dirección a la fortaleza para después salir con miradas ausentes, algunos con armas en sus manos o sacos de repuestos. Incluso algunos de ellos, eran acompañados por sirvientes, familiares que los miraban asustados, dejando caer cada tanto preguntas como: —¿Hacia dónde iremos? ¿En cuánto estarán aquí? ¿Qué haremos? —
Creyendo que al hacérselas a quien portaba un arma, estos podrían consolarlos, pero en realidad, los soldados estarían peor o con mayor miedo que sus familiares. Todos ello pasaba alrededor de los niños, quienes, ignorantes de todo lo que sucedía, seguían jugando, señalando con un dedo antes de insultarse por haber mentido, para después repetir el mismo patrón entre carcajadas.
— ¡Es mi turno, es mi turno! —dijo Elias—. Yo veo, yo veo… algo marrón.
—¡La banca!
—¡Correcto! Ahora tú.
—Yo veo… algo morado.
—¿Una flor?
—¡Sí!
Fueron turnándose entre risas y pequeñas trampas. Alinne señalaba cosas imposibles, y Elias se hacía el tonto para dejarla ganar algunas. Pero cuando el juego parecía llegar a su final, él deseando que no se terminara, señalo en dirección al muro. —¡Te apuesto que no puedes ganarme con lo que vea en el muro! — La joven arrugo la frente y poniéndose de pie, aceptando el desafío, corrió en dirección al muro, teniendo que empinarse para alcanzar a ver algo. En cuanto Elias, tan solo camino con calma, su cabeza apenas pasaba la muralla, pero era suficiente para ver con claridad.
—Yo veo… algo rojo —dijo en voz más baja. — Dudando por un segundo.
Alinne giró el rostro, curiosa.
—¿Rojo? ¿Dónde? — Se pudo apoyo en cuanto pudo e incluso intento dar unos saltos para alcanzar a ver algo, pero cuanto los rodeaba, era parte de la ciudad alrededor de la corona y fuera de ella, un extenso bosque que era atravesado por un camino de herradura.
—En los árboles, allá en la colina. — Señalo con un dedo. — Bandas rojas. Como... banderas. Y hombres, creo. — Entrecerró los ojos, intentando divisar si lo que veía era real, porque lo único que tenía certeza, era el color rojizo que resaltaba entre el verde del paisaje.
—Eso no vale, ¡yo no veo nada! —protestó ella. Buscando en la dirección que señalo su hermano, encontrando solamente los árboles.
—¡Pero están ahí! Te juro que los vi moverse. — Volio a señalar en dirección al claro del bosque. Done había visto una bandera entre los árboles.
—¡Mentiroso! ¡Estás inventando para ganar!
—¡No es cierto! ¡Si no quieres ver es porque eres una cobarde!
—¡Eres tú el cobarde! ¡Siempre haces trampa!
Los dos se pusieron a gritar, los rostros rojos por la discusión. Llegando incluso a empujarse, Pero antes de que uno dijera algo más, la voz de la nana los interrumpió: — Ya basta. —Hablo en un tono tranquilizante pero autoritario, suficiente para llamar la atención de ambos. Quienes, al verla, llegaron a palidecer al percibir como el tono dulce de antes, ahora era inexistente.
dejando la corona de flores a un lado.
—No es día para juegos tontos ni para discusiones.
Alinne bajó la cabeza.
— No es tonto. Pero él es un mentiroso.
— ¡No soy un mentiroso! ¡Te dije lo que vi!
Tomo de la mano a la nana y la llevo hasta el borde de la muralla, señalando el lugar en el bosque donde había creído ver la bandera. — ¿Lo ves, cierto? — Le pregunto a la nana sin dejar de señalar. Pero la anciana solo lo miro unos segundos antes de volver a ver el bosque, preguntandole exactamente que habia visto. El niño, con cierto orgullo, relato con detalle lo visto. Como una bandera roja se ocultaba entre los árboles y lo que le pareció ser hombres, siguiéndola de cerca por el camino. Aunque su hermana refunfuño, alegando que era una mentira, Elias tan solo miro con molestia a su hermana por interrumpirlo.
— Es hora de que vuelvan a sus cuartos.
— ¿Por qué? —Pregunto la niña molesta ante las palabras de la anciana, pero ella no respondió. Solo se apartó de la muralla para señalar hacia la entrada.
— ¡Ahora!
—Pero yo solo quería el libro…—Debatió Elías, pero incapaz de hacer parecer a la mujer, los dos comenzaron a caminar hacia la entrada.
Ambos caminaron en silencio. Llegando a insultarse por terminas castigados, pero lo que no sabían, era que la anciana volvió a ver por la muralla, cruzándose los dedos de la mano antes de soltar un suspiro, antes de llevarse una mano a la boca y susurrando: — Si han llegado, que el Hacedor y sus ángeles nos protejan. — antes de comenzar a sollozar. La edad venia con la experiencia y ella le decía que pronto todo sucedería. Ignorando su alrededor, inclusive, la corona de flores que quedo abandonada en la banca, incompleta, antes de ser llevada por el viento.
Paso toda la tarde hasta el anochecer encerrado. Intento buscar a su padre, pero el nunca respondió a su llamado. Los guardias que vigilaban la sala les habían prohibido el paso, aun cuando insistieron solo negaban con la cabeza bajo la oración: — El lord Lucern Mervaine, no recibirá a nadie hasta próximo aviso. — Respondían los guardias ante las preguntas de los niños. Pero, luego de intentarlo por un tiempo, terminaron rindiendose, marchando de regreso a sus aposentos. En todo el trayecto, alcanzaban a ver a los guardias dando rondas de un lado al otro, haciendo que la corona, antes provista de vida, de voces, murmullos y canticos. Terminará en silencio a donde quiera que caminaran, siendo en caso contrario, el único sonido que alcanzaran a percibir, el del metal de los soldados al hacer su recorrido.
Tuvo que acostumbrarse a ese sonido, hasta terminar quedándose dormido. Soñó con viajes, con los caminos presentados por su padre, en los mapas que marcaban todo el territorio de Agatha y en los alrededores de la ciudad de Letheria. En cada zona, lugar y forma. Debió recorrer aquellos pasajes en su mente tantas veces que podía imaginarlo casi a la perfección. Desde la entrada principal de la ciudad, ignorando los dos caminos de los costados, se entraba por las viviendas de los campesinos que solían trabajar en los campos, siguiendo la ruta principal, pronto habria llegado a los mercados; lugar que se divida en los caminos que llevaban a diversos comercios de entretenimiento, tanto carnal como espiritual, para dar paso a las viviendas de la nobleza que habitaban en el muro exterior de la fortaleza.
Se veía a sí mismo como un gran conquistador. A lomos de un corcel blanco desde el cual todo el mundo lo alabara al pasar. Bajo el grito de aliento y honra por sus logros, permitiéndole la entrada a la fortaleza, junto a cientos de sus seguidores. Subiendo por todo el camino de la colina que conectaba la fortaleza con la ciudad. Hasta llegar a la entrada del lugar. Con una sonrisa de oreja a oreja, les pediría a sus hombres que abrieran la entrada o amenazaría con derrumbarla, puesto que su grandeza debería ser alabada para el orgullo de su padre.
Pensaba en el día que llegaría a pasar por la entrada, por donde los establos aguardarían a recibir a su caballo, luego haría todo el recorrido a pie hasta las escaleras del interior, pasando cerca del maestro herrero y la entrada de los sirvientes de la cocina. Luego caminaría por todo el pasillo interior, ignorando los demás recorridos a las diversas habitaciones, con su única intención, de llegar al salón del trono. Era su sueño, ver a su padre levantarse del trono y acercarse a abrazarlo, comparándolo con los logros de sus hermanos mayores. Era su mayor sueño, su momento, hasta que un fuerte estruendo lo saco de su imaginación para obligarlo a la realidad.
La imagen brillante del trono, con las estatuas decorativas a los lados del salón, debajo de las cortinas de seda con el bordado de su casa; los candelabros a los lados que iluminaban la grandeza de un trono de arenisca y mármol, con tallados de diversas gestas. Se iba diluyendo a medida que su visión se adaptaba a la oscuridad. Pensó que se trataban de golpes, por la forma ritma que llegaban, pero era tan temprano para que los bardos practicaran, que dudo que se tratara de ellos, o del encargado de los caballos.
Dudo en pararse de la cama, pero aun intentando conciliar el sueño, el ruido era insoportable, haciendo valía de su estatus de noble. Se coloco las botas, se vistió y salió de la cama con el peluche de soldado que solía tener al dormir, para después aventurarse a lo desconocido. Aunque lo primero que sintió, fue una sensación de frio que abrigo por completo su cuerpo. — ¿Por qué hace frio aquí dentro? — se preguntó con cierta molestia, puesto que ningún viento frio había alcanzado a entrar en su interior, en todos los años que llevaba viviendo en la corona.
Camino por los pasillos abrazado a su soldado, teniendo que esforzar la vista para guiar por donde estaba. El olor a la cera de las velas y las antorchas aun perfumaba el aire, llegando a ver tenuemente el hilo de humo que emergía de ellas, aunque algunos candelabros mantenían su luz, se preguntaba porque eran tan pocos. Cada paso que dio fue lo único que alcanzo a oírse, el golpeteo que lo había despertado del letargo, ya no se encontraba, aunque para entonces, ya había llegado al fondo del pasillo; mirando desde aquella posición, la puerta entreabierta que hacía unas horas atrás recorrió junto a su hermana. Se pregunto si ella también estaría despierta o si habría alcanzado a oír lo mismo que él.
Pensó en volver a su habitación, o en buscar a su hermana. Pero al ver la puerta, se negó ante eso: — Soy un conquistador, no puedo tener miedo. — Se dijo así mismo en un intento de no padecerlo, en lo que encaminaba sus pasos en dirección al jardín. Camino por el extenso pasillo que llegaba a hacérsele eterno, donde antes estaban las pinturas de paisajes, cortinas con emblemas o estatuas decorativas, ahora todo se veía desgastado y derruido, como si un tumulto hubiera entrado para luego haber salido constantemente, llevándose consigo cuanto pudieran. Pero eso no lo detuvo cuando llego hasta la puerta entreabierta.
Primero lo abrigo una sensación fría por todo el cuerpo, luego, al dar un paso afuera, un olor a ceniza lo invadió, haciendo que se llevara las manos a la nariz al salir. Pero eso, no lo detuvo del miedo. En medio de la noche, un aura rojiza se extendía en el horizonte, siendo un amanecer que nunca debió de haber ocurrido. Camino por el jardín, incapaz de comprender que era lo que observaba, hasta llegar a la muralla, donde pudo verlo con claridad. Gran parte del bosque estaba completamente en llamas y con ellas, las zonas exteriores de la ciudad.
Abrió la boca, deseando gritar, pero el aire carbonizado se lo impedía, sentía que quería vomitar. Y con ello, el sonido, veía las llamas danzar en la noche, hasta llegar al cielo, pero no escuchaba las campanas de evacuación, tampoco gritos o sonidos, tan solo una gran marea roja que cubría el exterior, que, poco a poco recorría lo que, en su sueño, era los diversos distritos de la ciudad, dejando solo la ceniza detrás. Se llevo las manos al pecho para correr al interior. — ¡Tengo que decirle a padre! — Dijo en voz alta, en un intento de sentir su propia voz, de creer que lo que veía era la realidad y no un sueño.
Intento correr al interior, pero al voltear por la banca, termino tropezándose y cayendo ante la entrada. Soltó un grito al llevarse las manos hasta la rodilla, seguido de ver sus propias manos con raspones y rasguños. Pero la imagen de su propia sangre, no se comparó con lo que noto bajando las escaleras. Era un guardia detenido a pie de ellas, con la lanza en una mano, pero no se movía, estaba completamente quieto. — ¡Ayuda! — llego a gritarle, temeroso de moverse. Pero el hombre reacciono de manera lenta, girando sobre si, para intercambiar una mirada vacía, su rostro era pálido, su mirada distante y debajo del yelmo que portaba, se notaba una herida en su cuello de la que emanaba un rio de sangre que seguía hasta empañar su pechera. El hombre cayo a pie de las escaleras, haciendo que detrás de él, una figura delgada, en vuelta en un ropaje oscuros menos en sus ojos, caminara a su lado.
La figura, de ojos lila con un brillo estrellado, alzó una daga plateada en dirección al joven. Acto seguido, soldados con armaduras cobrizas, rostros ocultos bajo yelmos oxidados y portando armas curvas, comenzaron a avanzar hacia el heredero. El niño, presa del miedo, echó a correr, pero el dolor en sus rodillas lo obligó a cojear y luego a caer cerca de la puerta, obligándolo a arrastrarse por la tierra mientras gritaba desesperado: —¡Soy Elías el Conquistador! —vociferó—. ¡No tengo miedo! ¡Padre acabará contigo, padre acabará contigo! — Decía el niño una y otra vez hasta llegar a la puerta. Pero en ese momento, uno de los soldados lo había tomado del pie, haciendo que el chico terminara arrastrando la cabeza en la tierra.
El soldado que lo alcanzó no pronunció palabra, simplemente alzó su espada curva con la intención de matarlo. Elías, con la cara contra la tierra, gritaba entre sollozos: —¡No puedes hacerme daño! ¡Soy un lord! ¡Soy un lord! Una voz potente interrumpió el momento: —¡Abajo, mi señor! Una lanza atravesó el pecho del soldado, derribándolo. Los otros enemigos en la escalera se detuvieron un instante ante la inesperada escena. Le tomo un momento reconocerlo, al escuchar como aquel que lo había salvado, daba ordenes los guardias que mantenían la puerta abierta, era Aldrich quien tomó al niño en sus brazos y regresó apresuradamente al interior. Elías aun doliente, noto como el rostro del maestro de armas, estaba marcado por una herida que iba desde su oreja hasta su mejilla, la cual había empañado parte de su rostro con sangre, que llego a manchar al niño. En cuanto entraron, los guardias cerraron la puerta, usando su fuerza para sostenerla, pero aun podían escucharse como los soldados comenzaban a golpearla, empujarla y decir algo en un dialecto desconocido para ellos.
—¿Dónde está mi padre? ¿Dónde está mi padre? —fue lo primero que preguntó el niño al ser dejado en el suelo. Pero el maestro no le respondió, tan solo siguió dictando ordenes que el joven no alcanzaba a entender. —¿Qué está pasando? —gritó el niño, aferrándose a la mano del hombre, quien rechinó los dientes y lo miró con pesar.
— Nos atacan mi señor. — Al decirlo, Aldrich apretó la empuñadura de su espada. — Se adentraron por la antigua ciudad, acabaron a los vigías e incendiaron el bosque. Obligando a nuestras tropas a salir a combatir el incendio, pero al hacerlo, cerraron las puertas de la ciudad, dejando a gran parte sino a la totalidad de nuestras fuerzas en el exterior.
Aldrich tenso los dientes y volvió a observar la puerta, junto a los soldados que lo acompañaban. Eran apenas un puñado los que estaban en el interior de la fortaleza, significando que en el exterior y en la ciudad, eran aún más pocos los encargados de mantener el orden, o de si quiera resistir hasta que algo sucediera. Maldecía al enemigo, pero también respetaba lo que habían logrado. Aunque nada de eso importaba, porque Elías poco entendía, tan solo apretó la mano de él, y volvió a preguntar: — ¿Dónde está padre? — Era lo único que pedía el niño, creyendo que, como muchas veces antes, todo se solucionaría gracias a él.
—En la sala del trono, con las fuerzas que aún resisten —respondió tras un instante de duda, temiendo que el chico corriera hacia allí en cuanto lo oyera.
— ¿Y mi hermana?
Aldrich quiso responder, pero en ese momento la puerta detrás de ellos crujió ante el peso de un hacha, los soldados destruirían la puerta de ser necesario. Ante lo que los guardias que aun aguardaban le gritaron a su señor. — ¡Mi señor! ¡Huya por favor! — Elías lo observo con cierto horror, incapaz de comprenderlo, ante lo cual, Aldrich fue quien reacciono, tomando al chico en sus brazos, pero este intento evitarlo. —¡Quiero a mi padre! ¡Quiero ir con mi padre! —gritaba entre sollozos y pataletas. Tenía miedo, pero debió de guardarlo al escuchar las palabras del maestro. — Su padre le ordena vivir, me pidió que lo salvara mi señor y eso lo hare. — Elías negó con la cabeza, acusándolo de mentiroso, pero el maestro se negó a retroceder, sosteniendo al chico en brazos y corriendo por el pasillo, haciendo que el joven observara como los guardias cedían ante los golpes del enemigo, quienes terminaron abriendo la puerta. Siendo la imagen de los guardias luchando y empañando las cortinas con su sangre, como ultimo recuerdo.
Corrieron por el pasillo, primero pasando por la biblioteca, el lugar estaba cerrado y debajo de la puerta, una extensa mancha de sangre emanaba de su interior; intentaron seguir por el pasillo, pero un olor a ceniza junto con un aumento de la temperatura los detuvo, antes de que el techo cayera sobre el pasillo. — ¡Por la mierda de un Skall, están quemando la fortaleza! — Grito el maestro de armas antes de comenzar a jadear, su rostro manchado de sangre comenzaba a mezclarse con el sudor. Elías apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos, intentando no ver lo que los rodeaba.
Al no haber paso, optaron por volver hacia atrás, pero al escuchar las palabras de los extranjeros, se aventuraron por un extenso pasillo, del cual algunas habitaciones estaban entreabiertas, Elías alcanzaba a observar cómo en su interior aparecían cuerpos de sirvientes y guardias asesinados; también como algunas habían sido destruidas completamente o como las llamas comenzaban a consumirlas. Aldrich apretó al niño contra su pecho. — No lo vea mi señor. Agache la cabeza. — Aunque sus palabras sonaban distantes para el joven, quien era incapaz de apartar la vista. Su recorrió termino por llevarlos hasta la cocina, donde uno de los soldados extranjeros revisaba el interior de los cajones.
Aldrich dejo al niño en el suelo y desenfundo su espada ante aquel extraño, quien tomo su hacha sobre una de las mesas para apuntarle al guardia. El hombre era de aspecto extraño, con el rostro repleto de cicatrices, subido de peso y de una sonrisa siniestra, se llevaba un trozo de manaza a la boca, mordiéndola grotescamente. Aldrich lanzo el primer tajo, pero el extranjero dio un paso atrás, levantando su hacha e intento golpearlo, pero el maestro detuvo el golpe con su espada, acercándose lo suficiente para lanzarle una patada en el estómago al extranjero, quien escupió los restos de la manzana junto con la saliva.
El hombre insulto al maestro en su extraña lengua, pero este término atravesando su cuello con su espada, acabando con el hombre. Elías había observado todo con horror, pero Aldrich le hizo una señal de que continuaran caminando, sin darse cuenta, que debió de apoyarse en uno de los estantes, sintiendo como una sensación cálida le recorría la cintura. Haciendo que tuviera que revisar, como una herida en su continuaba sangrando. El maestro se mordió el labio y le ordeno al joven que continuara por la cocina, llegando a la sala que conectaba una pequeña zona de descanso cerca de la despensa, con unas escaleras en forma de caracol que los llevarían hasta los establos.
—No hay camino seguro, pero debemos seguir… —jadeaba Aldrich con cada paso que daban por la escalera. —¿Vamos a morir? —pregunto Elías con voz temblorosa. Deteniéndose hasta sentir como el maestro se acercaba para tomarle de la mano. —No si cumplo mi promesa, mi señor — Volvió a hablar el Maestro, cojeando levemente, preguntándose hasta qué punto podría llegar.
No les tomo mucho bajar hasta llegar a la puerta. Pero la oscuridad, el aire caliente y el olor a sangre hacían que fuera difícil avanzar con normalidad. Ante ellos se encontraba una puerta entreabierta, por la cual Aldrich observo el interior de los establos. Había tres caballos amarrados a los postes, cada uno moviéndose de forma nerviosa, no alcanzo a ver el exterior, pero podía escuchar el crepitar de las llamas. — Han entrado. —Susurro el maestro, provocando que el niño le volviera a tomar la mano.
Dudo por un instante, pero ante los ojos del niño, que parecían brillar con una tenue esperanza, hizo que se mordiera el labio y abriera la puerta con cuidado, ambos caminaron agachados; usando el heno y las vallas de madera para evitar que los enemigos los observaran. Alcanzaban a oír gritos y el choque de armas, pero siguieron caminando, en dirección a los caballos que seguían atados al otro extremo, cerca de la entrada. Con cada paso que daban, una leve sensación de esperanza los invadía, pronto dejarían aquel lugar y sus horrores. Hasta que uno de sus hombres termino cayendo sobre ellos, atravesando una de las vallas con una herida en su pecho.
Elías se llevó las manos al rostro, al reconocerlo como aquel recluta de la mañana. Ambos se miraron, el recluta suplicando auxilio, e incluso llego a extender la mano en un intento de alcanzarlos, pero termino escupiendo sangre antes de soltar su último suspiro. Aldrich rápidamente tomo a Elías del rostro, tapando su boca con su mano para evitar que gritara, y llevándolo contra su armadura, apoyándose en la detrás de la valla. Podía observar la entrada, pronto estarían lejos y evitaría fallar su juramento.
Pero, desde la entrada, por la colina apareció un hombre, usaba una armadura completamente oscura de cuerpo completo, de tonos verdosos con líneas oscuras, llevaba en ambas manos un mandoble con la empuñadura dorada y detrás de él, algunos de aquellos extranjeros con los que se habían topado, pero no llevaban armaduras completas o yelmos, sino armas oxidadas, pecheras de cuero y sus rostros tenían una extraña mirada deseante de algo, los reconoció como criminales, solo alguien de los bajos fondos, sería capaz de observar así cuanto los rodeaba. Ante aquella fuerza, algunos guardias se reunieron cerca de la entrada, eran apenas un grupo que se plantó ante ellos, con lanzas y escudos, formaron una fila para detener su avance.
Los saqueadores no se detuvieron. Avanzaron con gritos feroces y golpes metálicos contra los escudos de los guardias, quienes se mantuvieron firmes, alineando sus lanzas al frente. Fue el primer saqueador en cargar quien cayó, su pecho atravesado por una lanza que lo levantó del suelo antes de que su cuerpo inerte cayera al heno. Otro intentó rodearlos, pero fue detenido por un tajo de espada que le partió el muslo. Uno a uno, los invasores eran contenidos por la determinación de los defensores, quienes, a pesar de su escaso número, se mantenían firmes como un muro de carne y acero. Pero entonces, el hombre de la armadura verdosa y negra dio un paso al frente.
No gritó. No rugió. Tan solo avanzó, el peso de su mandoble sacudiendo el suelo con cada paso. Un guardia se adelantó para detenerlo, pero el golpe descendente del mandoble le partió el escudo y el brazo de un solo tajo, lanzándolo por los aires como si fuera de paja. El gigante giró sobre sí mismo, su arma trazando un semicírculo que lanzó a otros dos soldados contra las paredes del establo. Los saqueadores lo siguieron, envalentonados por su avance, pero uno de ellos cayó también, alcanzado por una lanza perdida.
Los defensores, sin embargo, no retrocedieron. Uno de los capitanes logró herir al guerrero, clavándole una espada corta entre las placas de la armadura, justo por debajo de las costillas. El coloso gruñó, retrocediendo un paso. Sangre oscura comenzó a descender por su costado, humedeciendo el metal de su armadura. Maldijo en voz baja, y por un instante se apoyó en una rodilla, soltando su mandoble a un lado mientras presionaba la herida. Ante el crepitar de las llamas y el silbido del viento, emergió de la entrada otro individuo, envuelto en una capa de pieles de lobeznos.
Su cabello era dorador, recogido en una cola de caballo, pero dejando una trenza en el costado que era decorado por cuencas doradas. De barba desorganizada que llegaba a ser acariciada por el viento. sus ojos de un tono miel brillaban como brasas al contacto con el fuego. Con los cuales observaba atentamente el campo de batalla; su caminar no producía sonido alguno, a diferencia de las armaduras de metal, el llevaba una de cuero intermedia, con correas que llegaban a pasar por su cuerpo. En uno de sus lados, en su cinto, portaba un hacha colgada en un extremo y en el otro una espada corta. Detrás de él, soldados extranjeros los seguían, a diferencia de los saqueadores, caminaban en formación. Solo para detenerse en cuanto llegaron a la posición del coloso.
—¿Te hirieron? —preguntó en voz baja, en la lengua del continente a diferencia de algunos de los saqueadores que habían gritado en la lengua de los archipiélagos. El gigante asintió con la cabeza recogida en su mandoble
—Nada que no cure el hierro —respondió con voz ronca el guerrero, llevando sus manos hasta el yelmo para dejarlo caer al suelo, al estar de espaldas, tan solo pudieron notar una cabellera rojiza.
Ambos intercambiaron una mirada breve, por el bienestar del otro. El asedio había sido extenso y en el rostro del isleño, la pregunta de cuanto más tomaría, seguía vigente. Ante lo cual, el poso una mano sobre el gigante, bajo la orden que descansara: — Revisad los establos, traed a los hacheros y destruid la puerta, es tiempo de reunirnos con mi hermano.
Al dictar las ordenes, los soldados se dirigieron hacia el interior de los establos, momento en que Elías comenzó a temblar, forcejeando con Aldrich para liberarse. El miedo, que hasta ahora había logrado contenerse, se desbordó. La sangre, los gritos, los cuerpos, la visión del gigante alzando su espada como una guadaña... Todo lo superó.
—¡Padre! —gritó con todas sus fuerzas— ¡Quiero ver a mi padre! — El grito rebotó por los establos como una campana agónica.
Ante lo cual, el isleño levantó la vista. El gigante giró con pesadez, recogiendo su yelmo y colocándose en un solo movimiento. La mezcla de soldados y saqueadores se miraron ante lo oído, pero quien más maldijo lo que sucedía, fue Aldrich. Quien intento evitar que Elías corriera de regresar al interior de la fortaleza, pero ya era tarde. Los invasores habían localizado su posición. Haciendo que el maestro volviera a insultar al heredero. El primero en avanzar fue el isleño, con el hacha desenfundada, haciendo que sus hombres no se adentraran sin su orden. Ese breve espacio de tiempo, Aldrich tomo a Elías y en medio del forcejeo, le entrego una pequeña daga de hoja delgada.
—Escóndete, mi señor. Corre hacia la despensa y no salgas, ¿me oíste? — dijo, con voz apretada por el dolor, su herida ardiendo, el sudor le había empapado los labios y su respiración se tornaba pesada. — Quédese ahí y espere hasta que todo se termine.
— ¡No! —gritó el niño— ¡No puedes quedarte, debemos de ir con padre, el solucionara todo!
Aldrich, en una mezcla de frustración y cariño, empujo al muchacho.
—Tienes que vivir —repitió Aldrich— Si muere, la casa Marveine, caerá, es su obligación.
El niño intento replicar, pero el maestro lo empujo con tanta fuerza, que el miedo volvió a los ojos del niño, haciendo que retrocediera y comenzara a huir. Dejando al Maestro con la espada desenfundada. Mirando de reojo como el niño se adentraba de regreso a la fortaleza por la entrada de los establos. En ese instante llego el isleño con hacha en mano, quien, al notar la escena, no ataco, sino que espero hasta que el niño terminara de huir. Aldrich trago saliva y apunto al hombre con su espada.
— ¿Cuál es tu nombre? — Pregunto el isleño ante el Maestro, a quien, su labio comenzó a temblar.
— Aldrich Harwen. Maestro de armas de Lucius Marvein y de la fortaleza de la corona. Portador de la espada de Agatha — Aldrich se mantuvo de pie con espada en mano.
— Es un buen nombre. Lo recordare. — El isleño dejo caer su capa, y dejo el hacha a un lado, tomando solamente su espada. — ¡Soy Ragnar Strombrige! ¡El Baluarte de Aett! Y te desafío a un combate. — Aldrich dudo ante las palabras del isleño, pero no retrocedió.
— No ha habido ningún hombre digno de probar mi acero. Lucha y si ganas, detendré este ataque, pero si gano, me asegurare de recordar tu nombre y devolver tu espada a su descanso.
Aldrich asintió con un gesto y se abalanzó sobre el hombre, dejando escapar un rugido desesperado que rompió el silencio con un estruendo metálico. Nadie supo quién venció, porque para entonces Elías ya subía la escalera, cubriéndose los oídos con ambas manos, sollozando, con la cara empapada de lágrimas y mocos, repitiéndose entre jadeos que quería ver a su padre, que deseaba que la pesadilla se detuviera, que todo dejara de doler… y poder despertar.
Caminó en silencio por los restos de lo que alguna vez fue su hogar. Intentó quedarse en la cocina, pero el olor a sangre del extranjero le revolvió el estómago. Prefirió buscar a su padre. Avanzaba con pasos lentos, llevando la daga contra el pecho, como si aquello pudiera protegerlo. Se movía entre los cadáveres de los soldados, evitando las alas repletas de escombros, donde aún ardían pequeños focos de incendio. Era un camino repleto de fantasmas.
Cuadros destruidos, cortinas rasgadas, estatuas quebradas, sangre en cada rincón. Cerraba los ojos al pasar por los pasillos teñidos de rojo, ignorando incluso la suya propia, la de los raspones del jardín. Le parecían heridas antiguas, aunque solo hubieran pasado unas horas. Aún alcanzaba a oír el choque de armas y gritos dispersos, aunque ya no podía distinguir si eran de los guardianes, los extranjeros o los saqueadores.
Cerraba los ojos para recordar los días en que todo era alegría, sirvientes parlanchines y guardias respetuosos. Días donde su mundo giraba en torno a las historias que escuchaba junto a sus hermanos, relatadas por su padre. Lo recordaba fuerte, honesto y formal. No como el hombre fatigado y desdichado en que se había convertido en los últimos años. Aun así, encontraba consuelo cuando le contaba una historia antes de dormir. Se aferró a esa imagen, la del padre que fue a buscarlo al bosque cuando se perdió, y que le prometió que todo estaría bien: —Tu padre está en la sala del trono. —Recordó las palabras de Aldrich al ver a su alrededor, siendo aquella frase lo que llego a guiarlo por los pasillos hasta el gran salón, pero al llegar, encontró el acceso bloqueado por una montaña de escombros. Apretó los puños mientras las lágrimas regresaban. Entonces, desde el otro lado, escuchó una voz: —¡No retrocedan! — Era la voz de Lucern. Firme, autoritaria, sin vacilación.
—¡Padre! —gritó Elías con todas sus fuerzas.
El silencio llenó por un segundo la estancia, roto después por un estruendo que sacudió el suelo. El niño soltó la daga y corrió hacia los escombros, intentando hallar un paso. Probó arrastrarse, intentó mover piedras, pero solo logró lastimarse las manos: —¡Mierda! —exclamó sin pensar, luego se tapó la boca, recordando los regaños de su nana por decir malas palabras.
Ese recuerdo le trajo otro a la mente: la entrada posterior que solían usar los sirvientes. Corrió cuanto le permitieron sus piernas heridas hasta una puerta rota, arrastrándose por debajo. Siguió avanzando por pasajes ocultos, cubierto de polvo y mugre, hasta llegar a una pequeña sala desde donde se oía con claridad lo que ocurría adentro. No entendía los acentos, así que se arriesgó a mirar. Emergió entre las sombras, hasta la parte trasera del trono, siendo allí, donde fue incapaz de moverse.
Lo que alguna vez fue una sala de tallados majestuosos y decoración elegante, ahora era un cúmulo de escombros y sangre. La cortina con el escudo de su casa colgaba rasgada, la corona partida, dejando solo las espinas. Donde antes colgaban cuadros de conquistas pasadas, ahora había soldados arrodillados con las manos en la cabeza. Algunos jadeaban, otros sangraban; todos estaban cubiertos de tanta suciedad que sus rostros eran irreconocibles. Frente a ellos, el Lord de Marveine se arrastraba con una mano en el pecho, alejándose cuanto podía de sus enemigos.
Porque las sombras que llenaban la sala eran suyos. Saqueadores de las colinas, mercenarios del desierto, isleños de Aett... todos emergiendo desde los restos de una pared derrumbada. A la cabeza, un pequeño séquito abrió paso a un solo hombre. Vestía una armadura manchada de sangre y lodo, pero aún se distinguía su color azul, con finas líneas plateadas. Caminó hasta quedar frente a Lucern y se quitó el yelmo. Elías esperaba ver un monstruo, como el extranjero de la cocina: una bestia llena de cicatrices y sonrisa voraz. Pero el rostro que apareció era el de un noble. Cabello corto, barba cuidada, ojos azules... aunque su mirada era cansada. La misma fatiga que cargaba su padre. Se veía mayor de lo que realmente era, siendo al momento de colgar el yelmo en su cinto, termino suspirando.
Detrás de él apareció su séquito. A su derecha, una mujer de tez terracota y ojos verdes, armada con dos cimitarras. Llevaba una armadura tachonada con correas. Apenas entró, ordenó a los mercenarios que se llevaran a los heridos, no sin antes dar una palmada al hombre de azul.
—Es todo tuyo. Es nuestro turno de buscar nuestra recompensa.
El hombre asintió. Ordenó a los soldados que continuaran el ataque y los dejaran solos. Algunos obedecieron, otros dudaron. Pero dos figuras que emergieron a sus lados bastaron para imponer orden. El primero era un gigante con una armadura verdosa y una capa de terciopelo rojizo, donde apenas se distinguía el emblema de un oso bajo los remiendos. Junto a él, Ragnar, el isleño, sudaba bajo la luz tenue de la sala. Y, por último, aunque solo un ojo atento lo habría notado, una figura delgada se deslizaba entre los soldados. No iba hacia la sala, sino hacia el exterior. Elías la vio justo cuando giró el rostro por un instante hacia Lucern. Sus ojos lilas le delataron, antes de desaparecer en las sombras.
— Andreus Tenerius. —Escupió Lucern ante el hombre que se encontraba, quien mantuvo el mismo rostro impasible.
Andreus se detuvo a pocos pasos del viejo lord. No respondió de inmediato. Solo lo miró desde la altura. Haciendo que fuera difícil determinar qué era lo que pasaba por su mente. Lo que ocasiono que en cuanto hablara, su voz tuviera mayor fuerza de la esperada: —Lucern Marveine —dijo al fin, con voz grave, sin rastro alguno de odio. — Hacia tanto que imaginaba como te verías, lo que te diria en este instante.
Lucern levantó la cabeza, el pecho aún manchado de sangre, la respiración forzada. Interrumpiendo las palabras de aquel hombre.
— Debiste de haber muerto hacia diez años.
Andreus no se inmutó. Espero a que terminara de hablar.
—No por venganza. Ya lo dije antes, y lo repetiré ahora. No regrese por deseo, ni codicia ni odio. Sino por justicia, por todo lo que fue negado.
— ¿Justicia? ¿Te atreves a hablar de justicia? ¿Tu? ¿El hombre que asesino a toda una ciudad para llegar hasta aquí?
— ¡¿A caso olvidaste lo que hicieron ustedes?! —La voz de Andreus se quebró por un instante, momento en que llevo su mano hasta la bolsa atada a su cinturón. De ella sacó un pergamino desgastado por el tiempo. Aunque chamuscado en una esquina, el sello imperial seguía visible. —¿Lo recuerdas? —
Lucern observo el pergamino antes de palidecer. Quiso decir algo, pero su boca se llenaba de sangre, teniendo que escupirla sobre su propio emblema. Aunque mantuvo la vista en Adreus, fue incapaz de hablar, haciendo que la palabra fuera tomada por el noble exiliado, quien volvió a mantener la compostura al hablar. Manteniendo aquel tono formal y educado de hacia un instante.
—Firmado por las cinco casas guardianas de la frontera —continuó Andreus—. Valmort. Erendall. Kaelthorn. Durrast. Y tú. Cinco sellos para silenciar una amenaza. Un crimen legalizado por miedo. Por codicia. —Leyó en voz alta, con la voz endurecida por la memoria.
“Por haber comerciado con razas no humanas. Por haber abierto las fronteras durante la guerra. Por haber causado la caída de posiciones clave. Por haber provocado la muerte de inocentes. Por traición al trono imperial…”
Al decir la última palabra, una parte de si rechisto, pero mantuvo el acto, al guardar el pergamino, sin romperlo, sin moverlo Guardó el pergamino sin romperlo. No necesitaba más. Haciendo que Lucern dudara, pero mantuvo cierto arraigo al negarse a ceder, pero Andreus, volvió a hablar, negándole la palabra, como si se tratara de un juicio.
—¿Sabes qué es lo más irónico? — Trago saliva al hablar. Habia tanto que deseaba decir, pero mantuvo la formalidad. — Que lo único que hicimos fue mantener el sur en pie cuando todos los demás fallaban. Cuando el imperio miraba hacia el norte, hacia Oswinter, nosotros conteníamos las tormentas del este. Nosotros defendíamos lo que ustedes temían tocar. Y en lugar de apoyarnos… nos condenaron.
Lucern, con un hilo de voz, respondió:
—Tus aliados no eran mejores que los enemigos. —Alzo la voz al decirlo, creyendo que, al hacerlo, los soldados reaccionarían, pero ninguno lo hizo. — Pactaste con islas que aún sangraban a nuestras costas. Permitiste que no humanos entraran por tus tierras. ¿Qué esperabas que sucediera? Habías traicionado al imperio al pactar con ellos, incluso al propio hacedor al permitirles vivir en tus dominios. — Lo observo con una mezcla de ira, que fue aplacada por la sangre que seguía brotando, y una respiración entrecortada.
Andreus entrecerró los ojos. Sus dedos apretaban la empuñadura de su espada, pero no la desenvainó. Movió la cabeza en forma negativa antes de volver a respirar. Era más la fatiga que la ira la que hablaba.
—Esperaba que preguntaran antes de quemar. Eran inocentes, civiles que no merecían padecer el sufrimiento de la guerra. El hacedor habla de darle consuelo a quien sufre, y el imperio de proteger a quienes están bajo nuestro poder, era lo que me enseñaron, y creía que un imperio que nos daba el derecho a reinar, que las alianzas con las casas fronterizas tuvieran el valor de mirar el exterior e hicieran lo correcto.
Se inclinó levemente, con los ojos fijos en Lucern.
—No quiero matarte, Lucern. Te lo digo ahora, frente a todos los que quedan. Solo quiero que lo digas. — Se agacho tanto como pudo, aun conservando la distancia, pero mostrando vulnerabilidad. — Dí la verdad. Diles a los que sobrevivan que la condena fue una farsa. Que sacrificaron a mi familia no por justicia, sino por conveniencia. Que tu firma fue por miedo.
Lucern jadeó. Cerró los ojos un instante. Parecía temblar e incluso busco alivio en los suyos, pero los soldados no lo observaron, solo bajaron la mirada, los extranjeros mantuvieron su posición, y, por último, busco aliento en su trono, en aquel que había marcado su poder durante diez años. Tiempo donde había mantenido la paz, la justicia y el honor de su hogar, ahora, manchado con la sangre y las sombras, representaban lo que quedaría de su reinado. Aun teniendo la oportunidad de la redención, no la acepto.
—La historia no necesita mártires… necesita cimientos. Todos los sabíamos, debíamos de actuar contra el enemigo, salvaguardar a los nuestros, a nuestras familias.
— ¡¿Y mi familia no lo merecía?! ¡¿No éramos también personas?! — Andrus alzo la voz, y la ira que intentaba aplacar, emergió. — ¡Colgaron a mi madre y a mis hermanos en las torres alrededor de la ciudad! — Ragnar dirigió la mirada ante Andreus, pero este no lo observo. — Mi hermana fue violada y luego ejecutada en la plaza. — Andreus respiro, callo y luego apretó la mandíbula antes de asentir. — Si esa es tu orden, no hay nada más que decir.
—¿Y tú qué eres ahora, Andreus? — Alzo la voz Lucius sin detenerse, aun cuando sus dientes eran manchados de sangre. — A mí me recordaran, ¿Y tú? ¿Un señor de la guerra? ¿Un aspirante al trono? ¿Qué serás una vez que termine tu venganza?
—Seré lo que este mundo necesite que sea. —respondió con voz firme—. Justicia, aunque duela. Orden, aunque cueste. Seré lo que mi reino requiera.
Una pausa pesada cayó sobre la sala. Elías, desde las sombras comenzó a sollozar, incapaz de mantenerse quieto, salió detrás del trono, corriendo hacia los brazos de su padre, lo único que quería, era abrazarlo, sin importar lo que sucediera. Su padre escupió al verlo, intento decir algo, pero la voz que sonó fue la de Andreus, quien, tomando su espada, a medida que se ponía de pie dicto la orden:
— Yo, Andreus Tenerius, hijo de Leandra Tenerius, hermano de Selene y Caelum, último señor de los Valles de Agatha y lord de la corona por derecho de sangre — Su voz resonó en la sala — Por la autoridad de los caídos y los que aún respiran, te declaro culpable.
— ¡Padre! —Grito Elias, antes de que lo único se escuchara, fueran las palabras de Andreus
— Que se haga justicia.

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